El
bordado de Dios
Cuando
yo era pequeño, mi mamá solía coser mucho. Yo me sentaba cerca de ella y le
preguntaba qué estaba haciendo. Ella me respondía que estaba bordando. Siendo yo pequeño, observaba el
trabajo de mi mamá desde abajo, por eso siempre me quejaba diciéndole que solo
veía hilos feos. Ella me sonreía, miraba hacia abajo y gentilmente me decía:
“Hijo, ve afuera a jugar un rato y cuando haya terminado mi bordado te pondré
sobre mi regazo y te dejaré verlo desde arriba”. Me preguntaba por qué
ella usaba algunos hilos de colores oscuros y porqué me parecían tan
desordenados desde donde yo estaba. Más tarde escuchaba la voz de mamá
diciéndome: “Hijo, ven y siéntate en mi regazo.” Yo lo hacía de inmediato
y me sorprendía y emocionaba al ver la hermosa flor o el bello atardecer en el
bordado. No podía creerlo; desde abajo solo veía hilos enredados. Entonces mi
mamá me decía: “Hijo mío, desde abajo se veía confuso y desordenado, pero no te
dabas cuenta de que había un plan arriba. Yo tenía un hermoso diseño.
Ahora míralo desde mi posición, que bello. ”
Muchas
veces a lo largo de los años he mirado al Cielo y he dicho: “Padre, ¿qué estás
haciendo?”. Él responde: “Estoy bordando tu vida.” Entonces yo le
replico: “Pero se ve tan confuso, es un desorden. Los hilos parecen tan
oscuros, ¿por qué no son más brillantes?” El Padre parecía decirme: “Mi niño,
ocúpate de tu trabajo confiando en Mi y un día te traeré al cielo y te
pondré sobre mi regazo y verás el plan desde mi posición. Entonces entenderás…”
El
plato de madera
El
viejo se fue a vivir con su hijo, su nuera y su nieto de cuatro años. Ya las
manos le temblaban, su vista se nublaba y sus pasos flaqueaban.
La
familia completa comía junta en la mesa, pero las manos temblorosas y la vista
enferma del anciano hacían el alimentarse un asunto difícil. Los guisantes
caían de su cuchara al suelo y cuando intentaba tomar el vaso, derramaba la
leche sobre el mantel. Hijo y su esposa se cansaron de la situación. “Tenemos
que hacer algo con el abuelo”, dijo el hijo. “Ya he tenido suficiente”.
“Derrama la leche hace ruido al comer y tira la comida al suelo”.
Así fue
como el matrimonio decidió poner una pequeña mesa en una esquina del comedor.
Ahí, el abuelo comía solo mientras el resto de la familia disfrutaba la hora de
comer. Como el abuelo había roto uno o dos platos su comida se la servían en un
plato de madera. De vez en cuando miraban hacia donde estaba el abuelo y podían
ver una lágrima en sus ojos mientras estaba ahí sentado solo. Sin embargo, las
únicas palabras que la pareja le dirigía, eran fríos llamados de atención cada
vez que dejaba caer el tenedor o la comida.
El niño
de cuatro años observaba todo en silencio. Una tarde antes de la cena, el papá
observó que su hijo estaba jugando con trozos de madera en el suelo. Le
pregunto dulcemente: “¿Que estás haciendo?” Con la misma dulzura el niño le
contestó: “Ah, estoy haciendo un tazón para ti y otro para mamá para que cuando
yo crezca, ustedes coman en ellos.” Sonrió y siguió con su tarea. Las palabras
del pequeño golpearon a sus padres de tal forma que quedaron sin habla. Las
lágrimas rodaban por sus mejillas. Y, aunque ninguna palabra se dijo al
respecto, ambos sabían lo que tenían que hacer.
Esa
tarde el esposo tomo gentilmente la mano del abuelo y lo guió de vuelta a la
mesa de la familia. Por el resto de sus días ocupo un lugar en la mesa con
ellos. Y por alguna razón, ni el esposo ni la esposa parecían molestarse más, cada
vez que el tenedor se caía, la leche se derramaba o se ensuciaba el mantel.
Cuando a Gustavo se le aflojó el primer diente sus compañeros de clase le dijeron que en cuanto se le cayera lo pusiera debajo de la almohada así el Ratón Pérez le dejaba una moneda. Faltaba un mes para su cumpleaños y le pareció un buen momento. En su casa el dinero no sobraba y desde hacía unos años no había fiesta ni regalos ese día. La posibilidad de tener una moneda hizo que sus ojos brillaran intensamente. ‘¿Qué podré comprar con una moneda?’ se preguntaba, mientras elucubraba en torno a todos aquellos juguetes que deseaba.
Mayo llegó una vez más a casa de la familia Sol. Susana, la mamá de Gustavo, estaba desarmada: saber que no sólo no podría regalarle un lindo juguete a su pequeño sino que ni siquiera tendría dinero para hacerle un pastel de cumpleaños, la entristecía profundamente. Pese a ello intentaba sonreír.
El viernes previo a su cumpleaños, Gustavo se levantó y al mirarse al espejo vio un hueco profundo por el que asomaba su lengua. Loco de contento se acercó a la cama en busca del dichoso diente, que le permitiría pasar un bonito cumpleaños. Como por arte de magia el diminuto marfil se había evaporado y, como era de esperarse, sin diente no hubo moneda y Gustavo llegó a su cumpleaños sumamente triste.
Cuando volvió de la escuela la mesa estaba vacía, su madre aún no había llegado y en la casa se respiraba la tristeza de las tardes pobres. El niño, que se suponía debía estar contento, se sentía tan apenado que se metió en la cama; la vida era una porquería y él no quería vivirla.
Pero algo sucedió. Cuando su madre llegó del trabajo se encontró a su niño jugando con un diminuto ratoncito. ‘Mira, mamá, el Ratón Pérez ha venido a visitarme. No tenía dinero pero se ha quedado con mi diente… ¿Puede quedarse, mami, porfis?’. Su madre sonrió. Ese niño era capaz de quitarle las angustias a cualquiera. Con una enorme sonrisa le dijo que sí, que podía quedarse y que prepararía comida para tres. Y así fue.
Cuando el niño se hallaba en la cama su madre se acercó y entristecida le pidió disculpas por no haberle podido comprar un regalo. El niño la miró con los ojos llenos de luz. ‘Mis amigos hablaban de dinero, pero ahora sé que el dinero dura poco, mami, en cambio la amistad es para toda la vida. Es el mejor cumpleaños que he tenido nunca’. Dicho esto le dio un beso y se dispuso a dormir,pensando en el precioso collar que haría para su nuevo amigo Pérez cuando se cayera el último de sus dientes
Los dos amigos y el oso
Cierto día, dos amigos se encontraron dando un apacible paseo por el bosque. Como hace tiempo que no se veían, comenzaron a contarse todo aquello que les había sucedido en este prolongado período. Tan absortos estaban en su conversación, que no se dieron cuenta de que un enorme oso se acercaba a la carrera hasta su posición.
Cuando el oso estaba a un par de metros de los parlanchines amigos, estos por fin se dieron cuenta de su presencia. El más resuelto de los dos, decidió subirse a un árbol para evitar ser devorado; el otro, mucho menos ágil se lanzó al suelo fingiendo estar muerto.
En un instante, el oso llegó hasta el lugar en el que el segundo amigo se encontraba y al ver que este no se movía, comenzó a olisquearlo y tocarlo con una de sus garras para comprobar si estaba realmente muerto. Minutos después, el animal se alejó del lugar buscando algo que echarse a la boca, ya que los osos nunca comen a otros que estén muertos.
Al verle alejarse entre los árboles del bosque, el primer amigo se bajó raudo y veloz para comprobar si al que se había quedado abajo le había sucedido algo y preguntarle qué es lo que el oso le había contado. El otro muy ufano le dijo:
-Me ha dicho, que con amigos como tú, no necesito tener enemigos.
Moraleja: El amigo verdadero, nunca se apartará de ti, por muy grande que sea el peligro.
Las mentiras tienen patas cortas
A mi padre le regalaron una armónica cuando tenía 15 años. Él nunca aprendió a tocarla. En su casa estaba lleno de libros en francés y alemán; pero él jamás balbuceó una sola palabra en otro idioma. Sin embargo, me decía que hablaba esos idiomas a la perfección y que de niño era el mejor de su clase con ese instrumento.
Cuando yo tenía 10 años le pedí que me enseñara a tocar la armónica. Me miró con los ojos apagados y presa de la vergüenza y me confesó que no sabía tocarla.
Desde entonces sólo una pregunta se aloja en mi mente cada vez que pienso en mi padre. ¿Por qué había estado mintiéndome todo ese tiempo? Hace unas semanas me lo contó todo.
Cuando mi padre era chico su madre le decía que ella sabía muchísimas cosas que él no tenía ni siquiera idea de que existían; cuando él le preguntó, siendo ya mayor, por qué le había mentido, su respuesta fue clara: “el poder lo inventamos y lo mantenemos forzando las palabras, llevando al límite el sentido de la verdad“. Y él agrego: “Es decir, creando una realidad donde hagamos ciertas aquéllas cosas que en el fondo de nuestra alma sabemos que no lo son”.
Esta tarde, mi hija de 7 años ha visto la armónica que guardo en uno de los cajones de mi escritorio y me ha pedido que le toque una canción; mientras lo hacía pensaba en mi padre: en lo mucho que se había perdido por no aprender a tocar ese instrumento bellísimo y, sobre todo, por haberme mentido.
Hace muchos años que no lo veo; debe tener el pelo del color de la abuela, blanco y rígido. Nada se resiste al paso del tiempo; por mucho que luchemos contra la verdad ella siempre tiene la última palabra.
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